Había estado mal el día en la bolsa, botando el 10 % del capital en una
jugada infantil, apresurada y poco
estudiada. Estaba tragando minutos frente al computador viendo su error, como
un artista que mira su obra, pero esta vez no contemplaba aquel hecho como una
obra maestra, sino como la más grande de las meteduras de pata. 10 % no es
mucho, pero si le agregas el 50% perdido días atrás la cosa era grave.
Como si fuera poco, el día en el trabajo no iba especialmente bien. La
bolsa era solo una forma de garantizar un extra. Pero hasta ahora estaba siendo
un gran hoyo en el fondo de su billetera, con fluido directo de su dinero a un
tal “tipo” llamado mercado; ese hombre malvado que se roba todo, ese
incomprendido de muchos, odiado por una masa, amado por un puñado. No había
tampoco nada particularmente malo en el día, alguna que otra lentitud en la
red, un par de caídas del servidor y un atorrante compañero que se creía el
alma de la fiesta. Ese tipo de personas que se sienten obligadas a realizar un
chiste de todo lo que se dice, ese mismo que cae bien los primeros días y luego
se posa con sus comentarios sobre tus hombros como una carga pesada, incomoda y
punzante.
Le costaba mucho olvidar, sobre todo las cosas vánales, esas
conversaciones típicas de oficina en las que inesperadamente terminabas
cruzándote de palabras con la persona menos indicada y creando una atmosfera
tórrida. Eran cerca de las 6 de la tarde y el tiempo de marcharse había
llegado, gozando de unos pocos privilegios gracias a su puesto, recogió su
computadora, la guardo en el morral informal que siempre usaba y se retiró de
la oficina. No sin antes despedirse amablemente de todos los compañeros.
Había un auto esperando por él, existía en la empresa un pequeño
servicio de transporte hasta el centro de la ciudad. La planta quedaba retirada
en la zona norte, y dado a todo el cumulo de normativas que protegían al
trabajador en caso de accidentes en los recorridos: trabajo hogar y viceversa,
se había decidido minimizar los riesgos implantando dicha prestación. La
asistencia era bastante buena, pero un par de conductores venían ya pasados de
vueltas, con corre corres entre la planta y la ciudad, que dejaban en sus
miradas el rastro inconfundible del cansancio.
El servicio estaba incluido hasta el centro. A la parada central del
subterráneo. Una estación un poco conflictiva pero practica, desde donde partían
cual telaraña trenes a cada dirección posible de la ciudad; norte, sur, este,
suroeste, centro-sur y así. La red Era bastante grande, identificadas por
colores letras y dibujos, la línea verde estaba típicamente vacía, era una ruta
que se adentraba en una zona industrial en la mayoría de su trayecto, por
consiguiente el viaje de vuelta a casa era cómodo. Se realizaba en contra de la
mayoría.
Bajó las escaleras mecánicas impulsado por la ansiedad de no quedarse
esperando y ver como lentamente se acercaba al final de la misma. Bajó los
escalones como lo hacen los adolescentes y al llegar al final se felicitó por
su buen estado de salud, no se sentía cansado y no le dolían las rodillas.
La Estación
de tren era particularmente ancha, por arriba de ella cruzaba
perpendicularmente una amplia avenida. Había que cruzar toda la estación para lograr
salir al otro lado de la misma, durante la construcción del metro se aprovechó
para hacer un paso bajo nivel que ayudara a la circulación peatonal y la verdad
se usaba bastante.
La línea de trenes era de las mas nuevas, de eso de mediados de los 90’s
con un poco mas de luminosidad y tiendas internas. No había terminado de
caminar hasta la altura que solía hacerlo cuando una típica mujer le llamo la
atención. Estaba vestida de calzas negras
y chaqueta marrón, llevaba un pequeño morral en la espalda y el celular
de gran formato en la mano. Pensó un poco en cómo habían cambiado las cosas de
celulares mínimos a celulares de grandes pantallas. Algo inusual lo saco de sus
pensamientos sencillos.
Observó con mayor detalle a la mujer que acababa de dejar tras de sí; ella
caminaba peligrosamente sobre la franja amarilla del andén, esa franja amarilla
que indica el fin del piso firme y el comienzo del túnel del tren. Daba pasos
como de pasarela, colocando un pie exactamente delante del otro, caminando
justamente por todo el borde. La mujer tenía el celular tomado con su mano
izquierda y caminaba de norte a sur con su brazo derecho extendido sobre el
túnel del tren.
Los audífonos en su cabeza, de esos grandes que se han puesto nuevamente
de moda, y el movimiento de su cabeza la identificaban fácilmente distraída, sus
pasos inseguros eran gravemente peligrosos. Con su pulgar manejaba el celular
de a toques mientras cerraba sus ojos y cantaba. Se detuvo, no pudo avanzar
más. No caminó hasta donde lo hacía por costumbre, justo donde abrían las puertas
del tren, el miedo se apoderó de su mente y su mal día de trabajo pasó
lentamente por su mirada. Desde su espalda, una tímida brisa fresca, empujada
por aquella pared metálica en movimiento, le advirtió que el metro estaba acercándose.
No dejó de mirar a la mujer por un instante, observaba cómo se alejaba
en sentido contrario al arribo del tren y cómo cada vez sus pasos se hacían más intrépidos y arriesgados. Ella empezó a poner media planta de su pie
fuera del suelo balanceándose a su derecha e izquierda. Sin darse cuenta, él no
sólo la siguió con la mirada, sino que sus pies avanzaron a un lento ritmo en
dirección a la chica, estaba preocupado, ansioso.
Buscó apoyo en la estación mirando a su alrededor 180°, pero el par de personas que se encontraban
estaban tan inmiscuidas en sus asuntos, que no sabían que estaban acompañados.
Un pequeño zumbido, casi mudo he imperceptible, le susurro a su oído izquierdo
que el tren estaba más cerca. Tenía unos pocos segundo, así que aceleró el paso
y buscó ponerse a pocos metros de la mujer, mientras su mente repetía para sí
mismo frases como “no lo hagas”, no te lances, ten cuidado, despierta!
El chirrido de las ruedas, el metal seco de los rieles temblando ante el
paso de la bestia de doscientas
toneladas, le advertían que el tren estaba cada vez más cerca a su espalda. Como
el espacio se acortaba entre ellos segundo a segundo, el riesgo era
inaceptable, aceleró aun más el paso y decidió que obligatoriamente tendría que
advertirle a la mujer el peligro que corría.
Con una actitud decidida se lanzo a por ella.
Dio tres o cuatro zancadas largas, solo el faltaban una más para poder
tomarla por el hombro y quitarla del medio del peligro. Su mente trataba de coordinar
una maniobra cordial, sutil pero decidida. Se complicaba tratando de ubicar un
modo de no asustar a aquella chica, mientras que daba a entender su
preocupación, pensamientos como sopas de letras se vaciaron de golpe sobre su
cabeza.
Ella seguía con su mano extendida y con pasos en el borde de la
tragedia.
Se abalanzó sobre ella como lo hacen los depredadores sobre sus presas.
Midió milimétricamente sus movimientos para evitar que él mismo la terminara
azotando contra los rieles metálicos que vibraban en el fondo del túnel. En el
aire y aun viendo a su objetivo el miedo lo golpeo de frente y en el corazón.
Desde el tren, el conductor sintió ese escalofrió que suele recorrer a
los hombres cuando se levantan a orinar en la madrugada. Sacudió como temblor
todo su cuerpo y se estremeció con el encierro que lo apretaba. En su palmarés
figuraba ser el primer hombre en operar un metro en su ciudad y este era su año
de retiro. Un record impecable en su hoja de vida, buenas prácticas, un
centenar de pupilos y una amabilidad que no menguaba con la edad.
Ya su cuerpo le había advertido que estaba pasado de revoluciones, la
vista no era la mismas y las nuevas y modernas maquinas que se instalaban en el
sistema lo apartaban con sus sistemas
digitales de vanguardia. Si algo no había tenido que usar en todos estos años
de servicio, era el instinto, manejar en un túnel de una sola dirección le resultaba
bastante simple.
Dos temblores, una amenaza de bomba, cinco o seis paros de transporte,
una inundación, dos intentos de secuestro y varias peleas en los vagones habían
curtido suficientemente su carácter para saber que la prevención era la mejor
arma contra el llanto de la tragedia. La ciudad es como una selva, y los
usuarios, a los cuales respeto mucho, son en el fondo un enjambre de abejas. Tranquilas
y calmadas en los días normales, pero dispuestas a sacar sus aguijones cuando
las situaciones rebasan sus capacidades de prevención. Explicaba constantemente
con sus amistades.
La sociedad, tan abarrotada y solitaria, obligada a interactuar, marcada
por el odio egoísta de las individualidades estereotipadas del mundo nuevo.
Cada usuario es como un hijo, debe importarte lo suficiente para satisfacerlo.
Sin que esto signifique un acto perjudicial para el otro.
Esperaba ansioso el cambio de guardia en la estación próxima, unos
metros más y todo esto habrá terminado, la tristeza del fin no era un problema.
Imaginaba con gusto las tardes en el patio trasero de su humilde casa,
cocinando asado y cuidando a sus nietos. Observaba con ansias como la luz de la
estación empezaba a aparecer delante de él, en el fondo de un interminable
túnel oscuro y sofocante que había sido su hogar por tanto tiempo. Cuando le
preguntaban qué era él, se autodefinía como un topo de concreto.
Conocía cada curva, cada pintura, cada arruga que se dibujaba en aquella
entrada infinita que nunca acababa. Así le parecía el túnel. Un túnel triste,
porque no tiene final. Este túnel es siempre túnel, siempre oscuro, nunca ha
conocido la luz del sol y nunca lo hará, porque está condenado a la penumbra y
la humedad. Pero este túnel sabe secretos de muchos, rutinas y horarios,
incluso se entristece cuando alguien no llega a tiempo y hace juego con los que
van de prisa. En ciertas partes este túnel ha sido un asesino. Porque nació a
costa de la muerte de varios y a partir de allí no perdió la costumbre de cobrar
vidas cada cierto tiempo. Debe teñirse de rojo de vez en vez para satisfacer su
propia sed y por eso atrae a confundidos, estresados y esquizofrénicos.
Desde la sala de monitoreo, dos guardias de seguridad perfectamente
uniformados del subterráneo veían con asombro la forma inesperada e irracional
de cómo aquel joven se decidía a saltar a las vías del tren. Era la tercera vez
en el mes que una persona saltaba en el mismo lugar, a la misma hora, de forma bastante parecida.
No podían creer que estuviera volviendo a pasar.
Accionaron ya sin esperanza el sistema de advertencia para un riesgo
inminente, se veían la cara uno al otro con una expresión desencajada de asco y
sorpresa. En la pantalla superior del sistema de monitoreo se veía al metro
entrar a total velocidad en el tramo final del túnel antes de la estación.
La velocidad de la luz en estas ocasiones parece ser realmente lenta. Pudieron
observar durante un tiempo, que pareció minutos, el foco de advertencia en el
túnel. Apagado, aunque habían apretado de manera desesperada, repetitiva y simultánea,
el botón que la encendía.
Con su cuerpo en pleno vuelo a través de la estación, aquel hombre vio
como la chica, giraba sobre sus pies quedando cara a cara contra él. Los
relojes dejaron de marchar al son de los segundos y decidieron sentarse un
momento por un respiro. La chica lo miró con una sonrisa nada tranquilizadora,
sus ojos eran un par de hoyos negros profundos, con gotas de sangre
recorriéndolos lentamente de forma horizontal.
Se desvaneció, así como si nunca hubiera estado allí, la chica dejo de
existir. En el aire pensaba lo estúpido que había sido. Se tambaleo desesperado, sus manos no
conseguían de dónde asirse y sus pies se cruzaron en direcciones opuestas. Golpeo
estrepitosamente el suelo de la estación estirando las manos, buscando algo de
equilibrio, una sensación de vacío lo sedujo y su cuerpo cayó de espaldas
contra los rieles en el angosto túnel del metro. Aturdido por el golpe en la
cabeza y con una frente sangrante abandonó sus fuerzas justo cuando los ojos de
la bestia metálica se asomaban por el ovalo de la muerte.
Los guardias abandonaban su cabina con la rapidez de quien huye de sus
pesadillas. Con pasos bruscos y torpes se abrieron camino entre la gente del
fondo de la estación hacía el otro extremo de la misma. Uno de ellos con su
gorro en mano hacía señas desesperadas sobre el borde de la estación, mientras
que el segundo gritaba palabras sin sentido, preocupado por la situación que lo
azotaba.
Nunca había estado en una situación así, desde que se había dedicado a
esto, todo era sencillo y perfecto. Un trabajo de rutina que no era más que
esperar y actuar. Sumando días con víctimas cada mes en un país diferente. Así
era ella, muerta hace una década al caer por equivocación en una estación del
tren. Obstinada por su desdicha y decidida a vengarse de los guardias
irresponsables y borrachos que habían estado trabajando durante su desgracia. Y
que no le lograron salvar la vida. Llevaba años causando infortunios en
múltiples estaciones del mundo.
Pero esta noche no era igual, él no se lo merecía. Era adorable. Casi
perfecto, y le recordaba de muchas maneras a su abuelo. No era justo someterlo
a esto sólo por la necesidad malcriada de su venganza. En su plano distendido e
irreal se sentó a pensar durante horas si lo que hacía tenía sentido alguno,
mientras veía el tren desplazarse lentamente sobre los rieles.
La puerta de la cabina de mando no había sonado, él estaba allí en
solitario como lo demandaban las reglas; pero la voz de una mujer le grito en
su oído. Sintió un aliento frío y mentolado y el alma se le desgarró de pronto,
poco le falto para sufrir un infarto a su cansado corazón.
Las palabras abrumadoras, intensas, sacrificadas, profundas, como quien
grita ayuda con el último aliento, le advirtió en un idioma o dialecto que no
comprendía. No entendía las palabras que
se pronunciaba, pero percibía la desesperación de las mismas.
No identificó lo que esa sombra y voz de mujer decía. Sus músculos se
tensaron al punto de calambre simultáneo en cada uno de ellos. El miedo de un
intruso en su cabina le puso de punta cada escaso cabello que aún le quedaba. Por
acción de quien cuenta con la experiencia de años, su mano se escapó directo al
posa brazos del asiento de mando, mientras que con rapidez y astucia su pie
apretaba el freno de emergencia por
primera vez en su larga carrera.
“Que Dios los guarde”—fue su pensamiento, mientras pensaba en la
multitud de pasajeros de a pie que viajaban bajo su responsabilidad en aquel
topo subterráneo de acero y plástico. Dos o tres segundos después la luz roja
de emergencia se encendía en la entrada de la estación, sin estar seguro de lo
que sucedía, mientras el miedo lo consumía en su silla de chofer, un abrazo
cálido lo envolvió con la dulzura de una nieta y le hizo saber que nada estaría
mal.
Un estruendo imparable explotó de punta a punta en la estrecha estación de
trenes, mientras el brillo de las chispas, como fuegos artificiales salían
disparadas por cada extremo de los rieles que guiaban a la bestia a su destino.
Unas pinzas robustas que nunca habían sido usadas se aferraron a los bordes
externos de las ruedas de aquel metro francés de principio de los 90. Obligándolo
a detenerse con determinación, obligación y casi por mandato. La desaceleración
podría haberse medido en cualquier dimensión física posible. Pero la más
ajustada a la realidad era la totalidad de los pasajeros de los 8 vagones
terminando en el fondo del piso de aquel tren. El metal chirrió y se dobló
sobre sí mismo. Como si se tratara de un acordeón, los vagones se apelmazaron y
se juntaron en dobleces abultados.
Quienes esperaban tranquilamente el transporte sintieron un rugido
atemorizante y desplazaron varios pasos en sentido contrario a las vías,
apretando sus espaldas contra las vidrieras de las pequeñas tiendas de
conveniencia que se apostaban en el centro del corredor. Algunas otras ascendieron
las escaleras con pasos apresurados en busca de un refugio más seguro, con las
manos sobre sus oídos. Y otras, simplemente
se inmovilizaron ante el temor de lo que sucedía.
Aun aferrado al posa brazos y con el pie hundido en el pedal, su cuerpo
no resistió la embestida de esa fuerza invisible, pero existente de la
aceleración, sus esfuerzos por mantenerse asido al asiento fueron en vano y termino
golpeando el mando de controles. Logro protegerse a medias con su brazo
izquierdo. Interponiéndolo entre su cara y la consola. Pero el golpe fue seco,
un aullido escapó de sus labios cuando la piel sobre su ceja se abrió, ardiendo
como fuego y penetrándole el dolor a lo más profundo de su cabeza.
El zumbido seco del roce metal contra metal aturdió a los guardias de
turno que corrían desesperados hacia la víctima. Vieron aparecer lentamente al
tren en la boca del túnel y justo cuando se esperaban lo peor: lo vieron
detenerse casi sobre el joven, en los rieles, exhalando un aliento de vapor y
esfuerzo descomunal.
Desde los rieles, inmóvil y aturdido, aquel hombre pudo sentir como la
temperatura de los mismos ascendía. Tal fue el calor, que sintió como sus
brazos en contacto con el metal se quemaban. Un montón de chispas le abrían
paso a la muerte. Justo frente a sus pies aquella imponente bestia-motor se
detuvo en seco, crujiendo ante las fuerzas internas que la detenían,
respirándole vapor caliente en su frente.
Desde la cabina de mando, un halo de tranquilidad puro y fresco se
levantó en el aire. Perdonándose a sí misma todo lo sucedido, y abriéndose paso
entre el tiempo y el espacio. Como una caja de seguridad sellada e inquebrantable.
Aquel suceso pasaría a formar parte de la historia sin que nadie pudiera en
realidad entenderlo.
Con la idea de que había algo más, algo que se había pasado por alto. La
esperanza de una posible explicación lógica se posó sobre cada uno de los
afectados en ese día y allí se quedó, esperando aquello que había sido olvidado
y nunca regreso.
Jose Bertorelli
16/05/2015