martes, 9 de agosto de 2011

A Donde

Me queda el consuelo de no haberlo perdido todo, aun y cuando arriesgué mi vida, mi matrimonio y toda mi fortuna.

Me he dado cuenta que el juego puede ser realmente un vicio, mi vicio, y por eso quiero decirles la forma en que todo ocurrió. Comencé como una jugadora casual en pequeñas tascas de la gran Caracas, esos bien llamados centros hípicos, recuerdo que en los primeros años hípicos, por así llamarlos, hacía falta rodar varios kilómetros e ir a calles bien exclusivas para poder apostar algunos bolívares al jinete y al animal que más te gustase, por lo menos ese era mi caso, a diferencia de mis amigos que andaban con cuadernos llenos de números y nombres, tiempos y ganancias.

Luego la actividad hípica fue creciendo, y siguiendo la ley de la oferta y la demanda los centros hípicos se reprodujeron y colmaron cada tasca del país, bastaba con poner un televisor en la tasca y trasmitir la carrera para que estos lugares empezaran a recibir las apuestas y a prometer ganancias muy superiores a las de la taquilla y una vida llena de éxitos y dinero…mucho dinero.

El deporte equino no logró captar el total de mi atención, pero fue ahí donde conocí a los amigos de unos amigos que apostaban al beisbol de las mayores, el hoy mal llamado las grandes ligas, las apuestas pagaban muy bien y tenía la ventaja que la pelota era para mí una pación bien arraigada, labor que había hecho mi padre desde la infancia, fue ahí y gracias a los consejos de mi abuelo que logré hacer una verdadera fortuna en las apuestas.

Mi abuelo nunca supo que gracias a que pasaba todo el día sentado en el viejo mecedor escuchando en la radio la emisora que repetía los juegos de las mayores una y otra vez, ya que el aparato no lograba sintonizar nada más, su nieta se hizo millonaria con una cuenta de seis cifras altas en el banco, nunca aposté sin preguntar al abuelo quién ganaría y por qué, aunque las razones que el abuelo daba eran poco profesionales, éstas siempre fueron en su mayoría acertadas y llegué a pensar que nunca se equivocaba, sino que yo no lograba entender el nombre del equipo ganador en su ya gastada voz.

Pero en esta vida todos tenemos un paso seguro de dar, un paso que nos lleva hacia adelante y al mismo tiempo hacia atrás, el paso de la muerte. Fue en la repetición del juego de la final de 1950 cuando el abuelo nos dejó, ya tenía 93 turnos al bate y su corazón no latía como antes.

Desde ahí las apuestas se volvieron erráticas, sin sentido, confusas, empecé a experimentar con otros deportes del momento, las carreras de motos, de autos y hasta las carreras de perros, de hecho estuve tan emocionada con éstas últimas que compré un galgo africano por una suma de dinero bastante alta, según el vendedor era lo mejor del momento, un perro de raza con la rapidez del Africa.

Pero ninguno de los deportes dio resultado, y yo seguía apostando a cualquier cosa que apareciera, me quedé sin esposo, sin familia y sin dinero, para mí alegría aun no muere el galgo que compré y está aquí sentado escuchándome como hablo entre copa y copa.

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